viernes, 4 de febrero de 2011

El carnicero

La creación más preciada de Eduardo fue su mujer Ana. Estamos hablando de una verdadera obra de arte, un homenaje a la belleza y sensualidad del sexo femenino. Creada a partir de mujeres inteligentes y hermosas mutiladas y cercenadas por el propio Eduardo, víctimas por casualidad o causalidad, víctimas por haber cruzado el camino del hombre alguna vez.

La historia de estas mujeres es tan triste como su destino, aisladas de alegrías y esperanzas, carentes de un futuro próspero y feliz. Son víctimas de un enfermo, de un adicto confeso e incurable, que se las ingeniaba para lograr esa conexión mágica de un primer encuentro, de una conversación casual, para luego avanzar sobre ellas.

Eduardo las cautivaba, las desafiaba, las idolatraba, gastaba cada minuto de su día en imaginar y concretar una nueva manera de enamorarlas. Era un hombre inteligente, respetuoso, humilde, amable, un fotógrafo, un artista, era un buen partido para cualquier mujer en cualquier lugar que se encuentre. Pero era un adicto.

Eduardo vivía para sus conquistas, en su papel de semental jugaba sus cartas de a una y con estrategia. Cada nueva amante era un desafío diferente, entender cuáles son las costumbres que tiene, sus ideas y sus metas, adaptarse a su ritmo de vida, aprender a convivir junto a ella compartiendo sus tiempos con los propios. Cuando la relación prosperaba y la pareja pasaba del noviazgo a la convivencia, Eduardo centraba su atención en rellenar cada recoveco, cada lugar vacío o insatisfecho de su mujer actual. El hombre era un estratega y como tal sabía las palabras justas para cada momento, y podía ser un confidente, un amigo, un compañero en sus actividades, un buen amante. La debilidad innata que todos tenemos, ese talón de Aquiles, propio de cada una de ellas, era el punto de partida al declive de su existencia. Así Eduardo conseguía llegar al lugar exacto, al momento justo de la relación, en que su pareja sentía esa necesidad latente de complacerlo, de estar de acuerdo con él en todo lo que dijese, de aceptar cada pedido suyo como una orden, de no faltar a sus reglas y condiciones, de velar todo el tiempo por su bienestar.

Era entonces que Eduardo, ya en su lugar de placer, en su propio paraíso de sentimientos y sensaciones, consumía cada gota y cada fragmento de vida de su mujer actual. Y era un adicto. Provocaba disputas por el placer de tener la razón de lo que se discutía, incitaba a rompimientos sólo para escuchar suplicas y llantos, acusador celaba y desconfiaba para conseguir el placer de la entrega absoluta, de la sumisión total de su pareja. Sólo así conseguía llenar esa profunda necesidad, esa dañina adicción y oscuro deseo que lo desbordaba.

Y las parejas de Eduardo sucumbían con el tiempo, por el desgaste o la desesperación, por la desesperanza, en un abismo profundo y sin salida. En un deplorable estado su cuerpo y su mente se atrofiaban hasta caer en la paranoia y la agonía de un dolor físico punzante y sin motivos, la decadencia del ser en su máxima expresión, cuerpo, mente y alma, todo se perdía. Y ellas ya nada podían hacer, y Eduardo ya nada podía hacer con ellas, entonces se marchaba.

Pero pronto Eduardo se vio exhausto, lo años y los vicios lo convirtieron es un viejo moribundo y pobre, un ser grotesco. Todas las mujeres que pasaron por su lado alguna vez ya no estaban, todo el encanto juvenil que antes lo ayudaba a saciar su deseo, a calmar su adicción, se había desgastado con cada una de sus mujeres. Ahora estaba solo. Ahora era feo. Pasaba los últimos días de su vida enfermo, mirando al sol ponerse a la distancia sin saber si despertaría a la mañana siguiente. Muy orgulloso como para llorar, blasfemaba frases al viento maldiciendo a toda la existencia, era incoherente y senil. Detestaba pensar que la vida le devolvía el golpe, ese que por tantos años él le había propinado a cada una de sus mujeres, y entonces su sufrimiento no era casual. Cuando el pavor del silencio en la noche lo superaba se imaginaba asestando estocadas, con un viejo cuchillo de carnicero, a cada mujer que cruzó por su camino. Y las recordaba a todas.

Un día de invierno Ana apareció en la vida de Eduardo, y ella fue su más grande creación. Hecha de partes de mujeres del pasado bohemio de Eduardo, que había coleccionado cuidadosamente en una caja de madera, Ana era perfecta. Tenía la sensualidad de Belén en todas sus expresiones, tenía la comprensión y paciencia de Emilse, de Silvina tenia los pechos redondos y bien formados, de Natalia la cola firme y el pelo largo hasta la cintura, los ojos celestes de Romina, la tez blanca de Andrea y más, mucho más. Ana representaba todo lo que Eduardo quiso durante tantos años, y era sólo suya, porque él la creo.

Así pasó Eduardo los últimos tristes días de su vida, una vida que no siempre fue triste, pero sí muy vacía. Y así pasó Eduardo las últimas noches de su vida, desnudo frente a Ana, una mujer hecha de retazos de muchas otras, pegada en el espejo, con un cuchillo de carnicero en su mano derecha y la soledad en su mano izquierda calmando su adicción hasta acabar.

* del libro Ernesto Pérez Pascualino y sus cuentos de ciencia-ficción popular

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