Me envidian, tengo la sensación. Cuando llego a la clase arrastrando como puedo mis 30 kilos de más, muchos de ellos (todos) de tejido adiposo que enferma mi hígado graso, envidian que con descaro salga a correr a la cancha aunque no sepa patear una pelota, aunque sea mas caminata que corrida. Envidian mi bigote y mi barba, y el hecho de que no tengan un color uniforme, definido, tomando matices que van desde el tierra sucia hasta el gris ceniza de incendio. Envidian mi pelo, que está en la delgada línea entre lacio y ondulado, siendo ninguno de estos y sin poder estilizarlo como a ninguno de estos. Tal vez envidien que tenga voz de pito, no hay chiste aquí, no es gracioso tener voz de pito. O envidian la elocuencia con la que hago silencio en medio del entrenamiento, cuando el entrenador me consulta por tercera vez sobre mi régimen de comidas, cuando todos en la clase me observan expectantes esperando mi respuesta.
– Eh, no me envidien, manga de uras.
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