lunes, 15 de noviembre de 2021

La incuantificabilidad del deseo

– ¿Pensaste alguna vez en la incuantificabilidad del deseo? – le decía mientras palmeaba su mejilla, despacio, suave, buscando un despertar tranquilo a su letargo, la noche había sido ruda para ambos. – Me vas a decir, como siempre, que es otra de esas ideas delirantes que te planteo a veces, de esas locuras lindas. Pero pensalo por un momento, ¿Cuál es la medida justa?, ¿hay una cantidad que no debería ser sobrepasada?, ¿cuándo se convierte en malo desear a alguien?, desearte a vos.

Durante la mañana, la mañana de ese mismo día, habían despertado por la luz de un sol de primavera, filtrando rayos por rendijas entre las cortinas de la única ventana del departamento. Ella hizo un inhalar fuerte, dormida, para exhalar por la nariz gotas de noche y de frío, de un dormir inquieto destapándose a cada momento, dando vueltas, presintiendo lo inevitable. Él estaba despierto desde temprano, contemplándola un rato, mirando el celular otro rato, pensando en todo lo que no iba a hacer este domingo, todos los planes innecesarios que tenía para consigo mismo, que iba a desarmar en el preciso instante en que ella le dijera – Gordo, ¿me acompañas a lo de mi hermana? Me dejé ropa la semana pasada y de paso quiero saludar a Martina – cambiaría de trabajo por ella, cambiaría de ciudad, de nombre, de estado en Facebook, si se lo pidiese, cambiaría todo por ella, los planes de un domingo no eran la gran cosa.

– ¿Te acordás cuando te decía, que tenía una casa en ningún lugar?, eso tenía un doble sentido, incluso entonces. Creo que lo que en verdad quería decirte es que no había lugar, ningún lugar, donde nosotros dos no podamos estar juntos – le decía mientras prendía algunas velas en una mesa de noche, al lado de la cama. – Ya sé que es medio romántico-pelotudo todo esto de las velas, pero vos me conocés, me encanta verte sonreír, que te sorprendas, no sé qué era de mí antes de estar con vos – continuaba mientras corría su flequillo hacia un costado, despejando sus ojos para que pudiera ver lo cálido de la casa, la chimenea, los sillones para lectura, la biblioteca, la mini cocinita, la puerta del baño. Ella seguía entre adormecida e incrédula, como reponiéndose de una pesadilla, encontrando la oscuridad de una casa iluminada con velas, encontrando la oscuridad de la realidad que la rodeaba.

La comida ese medio día, el medio día de ese mismo día, fue silenciosa. Él había preparado, la noche del sábado, – unas pizzetas caseras a todo trapo – como pensaba que ella le diría por esmerarse tanto en cosas tan pequeñas, ambos sabían que la cocina no era su fuerte. Prepararon los bolsos para salir cada uno por su cuenta. En la habitación ella guardó varias camisas, dos pantalones, dos pares de zapatillas y los zapatos de noche, casi era un bolso de viaje. En la cocina él solo cargaba algunas frutas, fideos, leche, algunas sobras para pasar la noche – Gordo, ¿y si vamos al mirador ese al que me llevaste una vez? – creyó escuchar a lo lejos, sus ideas siempre le parecían geniales, agregó entonces una botella de vino y una servilleta de tela a la mochila.

– Me gusta esto de poder cuidarte – le decía mientras la ayudaba a incorporarse en la cama. Afuera hacía humedad y frío, adentro un pequeño calefón a gas hacía las veces de calefacción y compañía, con un sonido leve, como un susurro que invitaba al silencio. – Estuve varios días instalando y volviendo a instalar esa mierda y no conseguí que deje de hacer ruido, después de un rato, cuando lo apago, hasta extraño escucharlo. ¿Te molesta?, si te molesta puedo ver de solucionarlo – le decía mientras acercaba una colcha de paño, aterciopelada, roja, con la que la cubría y arropaba. – Quiero que en tu tiempo en la casa estés lo más cómoda posible, quiero cuidarte. Supongo que a pesar de las lecturas, a pesar de todo lo que aprendí con vos y de esta búsqueda interminable de la deconstrucción, a pesar de todo eso, seguimos respondiendo a roles muy antiguos, muy arraigados en nuestro inconsciente, digo, gracias a ellos llegamos a donde estamos, gracias a ellos puedo estar con vos esta noche y un montón de noches más, gracias a que siempre vas a estar cuidada, conmigo.

En el mirador esa tarde, la tarde de ese mismo día, el frío los había acercado como hacía mucho tiempo no lo estaban. Abrazados, tomados de las manos, apenas si interrumpían el observar la ciudad neblinosa para acercarse un trago de vino del pico de la botella. El no probó ni una gota – esta cagada me está pegando fuerte – pensó que le diría en algún momento, pero la ensoñación sobrevino con rapidez y pronto tuvo que ayudarla a caminar hasta el auto. El viaje era largo, si tenía algo de suerte ella dormiría durante todo el camino – me encanta la casa, tiene todo lo que necesitamos, me alegra un montón que hayas decidido compartir esto conmigo – pensaba que serían sus palabras una vez que hayan llegado, una vez que haya visto todo, una vez que entienda cuál era su idea, por qué estaban ahí, como él la veía.

– Te propongo algo – le decía mientras acercaba su mano a la servilleta de tela – te propongo que reflexionemos juntos esta situación, que exploremos cuales son las posibilidades que tenemos de ahora en adelante – ella lo miraba fijo a la cara, casi había despertado completamente, sentía volver en sí, sentía una nueva fuerza en todo su cuerpo. – Podemos resolver esto juntos, podemos evitar las peleas, las distancias, el olvido. Yo no podría olvidarte nunca, no quiero hacerlo. Vos sos todo lo que quiero para mí, todo lo que esperé durante mucho tiempo, no voy a renunciar a vos. Quiero que veas esto como una oportunidad, como una forma en la cual podamos reencontrarnos, volver a conocernos, pero esta vez mejor que antes, sin las presiones de afuera, sin intromisiones, sin ideas raras que cualquiera pueda poner en tu cabeza, solo nosotros dos – ella no podía creer lo que escuchaba, lo que estaba pasando a su alrededor, lo que podría pasar, solo lo miraba fijo, casi furiosa, entonces él le quitó la mordaza.

– ¡Hijo de mil puta! ¿Dónde mierda estamos? ¿Por qué me ataste? ¿Por qué me trajiste acá? ¿Qué mierda te pasa? ¿A dónde me trajiste? ¡¿A dónde a dónde?!

– Una vez te dije que tenía una casa en ningún lugar.

– ¡Roberto vos estás loco! ¿Qué mierda te pasa? ¡Soltame hijo de mil puta! ¡Soltame! ¿Qué hacemos acá? ¡Soltame!

– No puedo, aunque quisiera ya no puedo, esto ya está hecho y no tiene vuelta atrás, vamos a tener que acostumbrarnos a esta situación, aprender a querernos de nuevo, como al principio.

– ¡Vos estás loco, no te puedo creer esto, vos estás demente! ¿Qué mierda te pasa? ¡Soltame ahora mismo Roberto, soltame! ¡Hijo de mil puta! ¡Soltame!

La casa esa noche, la noche de ese mismo día, estaba por demás agitada. Ella no paraba de gritarle, de dar vueltas en la cama, de tratar de soltarse. Él estaba en la cocinita, hirviendo agua para el mate, mirándola forcejear, pensando una manera en la que ella pudiera entender lo que él estaba sintiendo, creyendo que con el tiempo hasta podría volver a decirle – ¿Pensaste alguna vez en la incuantificabilidad del deseo?

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